sábado, 14 de mayo de 2016

P. Lafargue y el derecho a la pereza.




Resumen:
Se pasa revista a “El derecho a la pereza” desde una lectura marxista crítica a una obra que comienza tentando al lector y —en mi criterio— finaliza decepcionándolo. No debe olvidarse que a P. Lafargue se lo ha catalogado como marxista, pero solamente por una cuestión de parentesco.


Paul Lafargue (1843/1911), fue el único hijo de un acaudalado terrateniente francés, quien se afincó durante el siglo XIX en Cuba donde explotaba plantaciones de café. Nueve años después la familia se dirigió a Francia y ahí cursó sus estudios secundarios y comenzó los universitarios, aunque debió terminar sus estudios de medicina en Londres, ya que las autoridades francesas le prohibieron estudiar en París por dos años a causa de su activa participación política y gremial.
Lafargue fue un autor marxista poco reconocido y citado -en la actualidad- fuera de Francia, aunque en su época tuvo gran difusión y renombre. Quizás, por lo que más se lo cita es por haber sido el escritor de una obra cuyo título resulta tentador, como es “El derecho a la pereza” (1880) y, además de eso, por ser el yerno -nada menos- que de Carlos Marx al casarse con su segunda hija, Laura. No se hizo marxista por obligación matrimonial sino, por el contrario, por ser marxista frecuentó la casa de su futuro suegro, lo que facilitó el romance con Laura, aunque con algunos remilgos por parte de Marx (Maerk, 2000) que, curiosamente, durante el noviazgo le reprochaba a su futuro yerno no tener una posición económica sólida.
El matrimonio con Laura cumplió la promesa de palabra que hicieran ante amistades de no llegar a ser unos ancianos decrépitos y, entonces, se suicidaron juntos con ácido clorhídrico, en 1911. Es de hacer notar que esta voluntad la dejó tácitamente expresada Lafargue en el texto que revisaremos.
Un rasgo interesante y curioso es que fue el primer marxista nacido en “nuestra” América, precisamente en Santiago de Cuba, en la isla que fue la tierra del revolucionario José Martí, quien acuñara, en 1891, el concepto de “nuestra” América. Incluso, se atrevió a nacer antes que Fidel Castro, lo que no es poco.
Además de incansable activista político fue médico, profesión a la que renunció cansado de los fracasos que ofrecía y abrió un taller de linotipia, pero como este no funcionaba como quería no tuvo más remedio que hacer lo mismo que hacía su suegro, recibir dinero de F. Engels. Unos años más tarde retornó a la tierra de sus ancestros y llegó a ser editor de un periódico y hasta pudo acceder a un escaño en el Parlamento francés como diputado socialista en 1891, aunque estaba bajo custodia policial. Esto último fue debido a su participación activa en huelgas obreras, ya que fue uno de los fundadores de Partido Obrero Francés en 1871.
Es preciso tener presente que su actividad política no solamente se desarrolló en Francia e Inglaterra, sino que también fue comisionado a España como corresponsal para armar y consolidar un parido de trabajadores, algo que también hizo en Portugal.
Con “El derecho a la pereza” el autor hace uso de la ironía para referirse a la obra política cumbre de su suegro (1848) en la que los autores reivindican el valor del trabajo como herramienta de cambio social y anticipadora de la revolución social.
Desde el inicio de esta obra Lafargue se expresa como un auténtico anticlerical y a la vez un ateo confeso, al señalar, ya en el Prólogo, cuando escribe “el señor Thiers decía” (seguramente está haciendo referencia a quien fuera Presidente provisional de la Tercera República y que no tuvo mejor idea que ordenar reprimir a los alzados de la Comuna de París, en 1871), reproduciendo con sus palabra que quería:
 “recuperar con toda su fuerza la influencia del clero, porque cuento con él para propagar esa buena filosofía que enseña al hombre que está aquí para sufrir, y oponerla a esa otra filosofía que dice al hombre lo contrario: ‘Disfruta’”. A estos dichos los refuta diciendo que ese individuo “…formulaba así la moral de la clase burguesa, cuyo feroz egoísmo y estrecha inteligencia él encarnaba”.
Y continúa más adelante añadiendo que:
 “La moral capitalista, lastimosa parodia de la moral cristiana, anatemiza la carne del trabajador… (al)suprimir sus placeres y sus pasiones y condenarlo al rol de máquina que produce trabajo sin tregua ni piedad”.
Como no podía ser de otro modo para un hombre ilustrado de entonces, se confiesa ferviente admirador de Darwin.
Insiste en su aversión al trabajo como forma de vida definiéndolo como una:
 “…una extraña locura”
la cual se apoderó:
 “de las clases obreras de las naciones donde domina la civilización capitalista”
que han conducido a miserias que desde antaño ha estado sufriendo la humanidad. La locura no es otra cosa que la devoción por el trabajo y agrega que:
 “En vez de reaccionar contra esta aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas han sacralizado el trabajo”. 
P. L. consideraba que el proletariado 
“…traicionando sus instintos y olvidando su misión histórica, se dejó pervertir por el dogma del trabajo”.
Posiblemente como resultado de sus viajes por España señala que es el único país europeo no contaminado por aquella extraña locura del amor por el trabajo sosteniendo, curiosamente, que en España había menos fábricas que cárceles y cuarteles de los que existían por esa época en Francia. Asimismo destaca algo que todos alguna vez hemos estudiado, pero que sin darnos cuenta ignoramos olímpicamente: en la época dorada de la Grecia antigua el trabajo estaba reservado a los esclavos, el hombre libre dedicaba su tiempo al placer, al ocio de pensar, a las caminatas y en:
 “…que los poetas cantaban a la pereza, ese regalo de los dioses”.
Habiéndose declarado ateo, no por eso deja de repetir un pasaje bíblico donde Mateo 6.25-34 pretende reproducir el sermón de la montaña cuando –supuestamente- Jesús, predicando la pereza, dice: 
Miren cómo crecen los lirios en los campos; ellos no trabajan ni hilan, y sin embargo, yo les digo: Salomón, en toda su gloria, no estuvo nunca tan brillantemente vestido”.
Además, a continuación Lafargue hace gala de un fino sentido del humor cuando agrega:
 “Jehová, el dios barbado y huraño, dio a sus adoradores el supremo ejemplo de la pereza ideal; después de seis días de trabajo, descansó por toda la eternidad.”
En el primer capítulo titulado “Bendiciones del trabajo” arremete sobre las condiciones de trabajo inhumanas que soportaban los obreros, las mujeres y los niños en “casas del terror” los que son:
 “…talleres modernos… convertidos en casas ideales de corrección donde se encarcela a las masas obreras”.
P. L. no deja de arremeter contra los “filántropos” que obligan a trabajar hasta más de 16 horas diarias a sus obreros, mientras que los presidiarios y los esclavos de las Antillas tenían jornadas laborales menores. Con sus giros expresivos -ya habituales en P. L.- más adelante define a los talleres fabriles del capitalismo como
 “…el minotauro moderno”.
Pero los explotadores no son su único objeto de crítica, también arremete vigorosamente contra los obreros, diciendo de ellos que:
“Con sus propias manos, demolieron su hogar; con sus propias manos, secaron la leche de sus mujeres; las infelices, embarazadas y amamantando a sus bebés, debieron ir a las minas y a las manufacturas a estirar su espinazo y fatigar sus músculos; con sus propias manos, quebrantaron la vida y el vigor de sus hijos. ¡Vergüenza a los proletarios!”.
Asimismo, P. L. descarga sus dardos envenenados contra el positivismo, haciéndolo en la figura de Augusto Comte, a quien denomina
 “…el penosamente confuso”
y -sin detenerse- se lanza contra una de las más logradas plumas que ha dado Francia, Víctor Hugo, a quién define como un charlatán romántico. ¿Y todo esto por qué? Solamente por haber
 “…entonado sus cánticos nauseabundos en honor del Dios Progreso, el hijo primogénito del Trabajo” y sigue afirmando sobre los escribas de su época que en la actualidad son “…hoy sirvientes literarios de la burguesía, muy bien pagos”.
P. L. no deja de irritarse contra los que propagan
 “…en las masas las tonterías de la economía y de la moral burguesas”.
Sin embargo, dentro de todas sus denostaciones, rescata a la figura del político Destut de Tracy –el mismo que acuñara el término “ideología”- cuando señaló que:
“Es en las naciones pobres donde el pueblo vive con comodidad; es en las naciones ricas donde es, comúnmente, pobre”.
P. L. asegura que la ley “inexorable” de la producción capitalista es el trabajo, por ello es que desde cualquier religión cristiana, como así también, desde los economistas, se alienta desde los púlpitos y desde los engolados discursos de los economistas y los políticos que instan permanentemente a elogiar las virtudes del trabajo.
Pero no todas son diatribas por parte de Lafargue. Ha sido capaz de realizar un sesudo análisis acerca de la sobre oferta de mano de obra y de cómo esto influye en la desocupación, a la par de observar que con tanto trabajo se da lugar a una sobreproducción de bienes, lo que trae aparejada una devaluación de los mismos por acumulación de stocks. Sobran las mercancías y no hay compradores para la enorme cantidad de aquellas y, de tal modo, nuevamente, se produce la desocupación.
Con agudeza observa que mientras más se trabaja más se enriquecen los capitalistas y, a la vez más se empobrecen los trabajadores que tienen que trabajar más, para así poder adquirir sus alimentes.
P. L. expone un planteo un tanto ingenuo cuando dice:
 “En vez de aprovechar los momentos de crisis para una distribución general de los productos y una holganza y regocijo universales, los obreros, muertos de hambre, van a golpearse la cabeza contra las puertas del taller. Con rostros pálidos, cuerpos enflaquecidos, con palabras lastimosas, acometen a los fabricantes”.
No se entiende como en las crisis los proletarios pueden hacer una redistribución de la producción parada. Sí, lo pueden hacer, pero ¿a quien se la van a vender para disfrutar del regocijo? Al no haber compradores para los productores, tampoco los habrá para ellos, que -por otra parte- ni siquiera tienen capacidad para comercializarla.
Sin embargo, de inmediato, realiza un interesante análisis acerca del proceso de endeudamiento de los productores y cómo esto los lleva a la bancarrota:
 “Si las crisis industriales siguen a períodos de sobre trabajo…, arrastrando tras ellas el descanso forzado y la miseria sin salida, ellas traen también la bancarrota inexorable. Mientras el fabricante tiene crédito, da rienda suelta al delirio del trabajo, pidiendo más y más dinero para proporcionar la materia prima a los obreros. Hay que producir, sin reflexionar que el mercado se abarrota y que, si sus mercancías no se venden, sus pagarés se vencerán.”
Pero, nuevamente debo recurrir a una conjunción adversativa, inmediatamente dice que para salir de la bancarrota deben concurrir “al judío” y continúa haciendo un detalle de cómo este último esquilma al productor y, para ejemplo, nada mejor que recurrir a la figura de un Rothschild, familia inglesa de pobreza extrema, pero que gracias a su habilidad con la usura cien años después figuran en el catálogo de la nobleza, gracias a una decisión de la Reina Victoria de Gran Bretaña.
Hecha esta salvedad que corre por mi cuenta, continuemos con los dichos de P. L. sobre los procesos de endeudamiento:
“Finalmente llega la debacle y las tiendas estallan; se arrojan entonces tantas mercancías por la ventana, que no se sabe cómo entraron por la puerta. El valor de las mercancías destruidas se calcula en centenas de millones; en el siglo XVIII, se las quemaba o se las tiraba al agua”.
Brevemente realiza una reseña acerca de las guerras de conquistas por lograr territorios donde, con la colaboración de los Estados, pudieran ubicar las mercaderías sobrantes de sus industriales y comerciantes y remata haciendo un crudo relato de las conquistas y las disputas -incluso cruentas guerras- que
“…enrojecieron los mares con la sangre de hombre jóvenes y fuertes”
por las colonias en África, América y Asia.
“Los capitales abundan tanto como las mercancías. Los rentistas ya no saben dónde ubicarlos; van entonces a las naciones felices que se tiran al sol a fumar cigarrillos, para construir líneas férreas, levantar fábricas e importar la maldición del trabajo”.
Algo más adelante propone que el proletariado sólo podrá terminar con la explotación cuando el proletariado:
 “…tome conciencia de su fuerza, el proletariado debe aplastar con sus pies los prejuicios de la moral cristiana, económica y librepensadora; debe retornar a sus instintos naturales, proclamar los Derechos de la Pereza, mil veces más nobles y más sagrados que los tísicos Derechos del Hombre, proclamados por los abogados metafísicos de la revolución burguesa; que se limite a trabajar no más de tres horas por día, a holgazanear y comer el resto del día y de la noche.”
De la mitad en adelante, la última cita deja mucha tela para cortar. Frente a ella ¿qué se puede decir desde los espacios de protección de los Derechos Humanos? Se me ocurren muchas cosas, pero son irreproducibles. Simplemente haré referencia a la flagrante contradicción final sobre los abogados que se limitan a trabajar tres horas y el resto del día lo dedican a holgazanear. ¿No es ese el proyecto de vida que sostiene?
En el segundo capítulo P. Lafargue lo dedica a “Las consecuencias de la sobreproducción” y, por primera vez hace referencia al comentar a un poeta griego diciendo:
 “Lamentablemente el ocio que el poeta pagano anunciaba no llegó; la pasión ciega, perversa y homicida del trabajo transforma la máquina liberadora en un instrumento de servidumbre de los hombres libres: su productividad los empobrece”.
Como se puede advertir Lafargue continúa con las diatribas contra el trabajo y seguidamente se refiere con denuestos a la aparición de las máquinas en el mercado laboral, observando que ellas provocan la devaluación del trabajo artesanal.
Nuestro autor no deja renglón sin dejar de recurrir a frases empalagosas para referirse al modo en que la gurgucia disfruta perezosamente del trabajo de los obreros de las fábricas, en tanto organizan bailes de caridad para los pobres, calificándolas de “¡Santas almas!”.
Luego de realizar un pormenorizado y adjetivado relato sobre la vida dispendiosa de la burguesía, en que recurre a datos censales de Inglaterra, concluye:
 “Entonces, al ajustarse el cinturón, la clase obrera desarrolló con exceso el vientre de la burguesía condenada al sobreconsumo”.
Resulta divertida la descripción que realiza Lafargue sobre las esperanzas de los capitalistas puestas en los descubrimientos y las colonizaciones de África, dónde no sólo encontrarán una tierra de riquezas, sino también de consumidores ávidos de taparán sus “culos negros” con las telas hiladas en Europa, como asimismo beber los vinos de la metrópoli y leer
 “… las biblias para conocer las virtudes de la civilización”.
En sus excesos conceptuales llega a afirmar que la sobreproducción de mercancías dice que llegan a alcanzar un tamaño mayor que las pirámides de Egipto. ¡Un disparate total! Estas exageraciones de Lafargue -como asimismo las reiteraciones sobre la sobreproducción- no hacen otra cosa que deslucir un texto del cual se pueden desgranar conceptos fundamentales sobre el capitalismo, el proletariado, la desocupación -y para evitarla sugiere la necesidad de racionar la demanda y la oferta de trabajo- y la explotación laboral de aquellos últimos. Con anterioridad Lafargue ha criticado a Víctor Hugo, pero no puedo dejar de recordar que éste era poseedor de una notable facilidad al describir los pasajes más sórdidos de Francia (1862) en aquella época a los cuales detalla con esmero literario y sin dejar de lado la crítica social. A estos episodios nuestro comentado necesitó relatarlos con excesivas reiteraciones y adjetivaciones.
Escribe sobre la fatiga del obrero y, en este punto no puedo dejar de recordar a un político que he admirado, como lo fue el primer diputado socialista de “nuestra” América, en 1904, Don Alfredo Palacios, quien dedicó uno de sus primeros libros (1922) a ese tema.
El capítulo siguiente está titulado “A una nueva melodía, una nueva canción” y reitera una y otra vez la misma temática hasta que por fin entra en el tema de pereza de la siguiente manera:
“En el régimen de pereza, para matar el tiempo que nos mata segundo a segundo, habrá espectáculos y representaciones teatrales todo el tiempo; será el trabajo adecuado para nuestros legisladores burgueses. Se los organizará en grupos recorriendo ferias y aldeas, dando representaciones legislativas. Los generales, con botas de montar, el pecho adornado con cordones, medallas, la cruz de la Legión de Honor, irán por las calles y las plazas, reclutando espectadores entre la buena gente”.
Como es dable observar, a este hombre nada le cae bien. Sin embargo, luego de más denuestos, se abre una luz de esperanza. Luz que tanto ilumina al lector que creerá que al fin vendrá lo bueno, como al proletariado que por fin podrá dedicar tiempo a la pereza. Esa luz la presenta en condicional:
“Si la clase obrera, tras arrancar de su corazón el vicio que la domina y que envilece su naturaleza, se levantara con toda su fuerza, no para reclamar los Derechos del Hombre (que no son más que los derechos de la explotación capitalista), no para reclamar el Derecho al Trabajo (que no es más que el derecho a la miseria), sino para forjar una ley de bronce que prohibiera a todos los hombres trabajar más de tres horas por día, la Tierra, la vieja Tierra, estremecida de alegría, sentiría brincar en ella un nuevo universo…”
De cualquier manera, la frase la finaliza con su habitual escepticismo:
“¿Pero cómo pedir a un proletariado corrompido por la moral capitalista que tome una resolución viril?”.
Y finaliza el capítulo de la misma manera como si fuera un poeta griego de la antigüedad, o mejor romano, como lo fue Virgilio de quien tomó un verso de sus “Bucólicas” al principio de la obra que estamos terminando de comentar.
“¡Oh, pereza, apiádate de nuestra larga miseria! ¡Oh, Pereza, madre de las artes y de las nobles virtudes, sé el bálsamo de las angustias humanas!”.
El libro lo termina con un apéndice en el cual se explaya con citas de Heródoto, Platón, Jenofonte y Cicerón repudiando el trabajo manual y luego les dedica unos párrafos a algunos filósofos de su época que desde la hipocresía cristiana alientan el trabajo.
En fin, debo reconocer que he leído textos sobre el ocio y la pereza los que estaban mucho mejor escritos y más amenos como lo fue, por ejemplo, el del filósofo B. Russell (1935).

Referencias bibliográficas:
LAFARGUE, P.: (1880) El derecho a la pereza. Editorial Fundamentos, Madrid, 1980.
MAERK, J.: (2000) El derecho a la pereza, de Paul Lafargue. Revista Mexicana del Caribe, Vol. V, núm. 9.
MARTÍ, J.: (1891) Nuestra América. Biblioteca Ayacucho, Caracas, 2005.
MARX, C. y ENGELS, F.: (1848) El Manifiesto Comunista. Ed. Anteo, Bs. Aires, 1986.
PALACIOS, A.: (1922) La fatiga y sus proyecciones sociales. Losada, Bs. Aires, 1955.
RUSSELL, B.: (1935). Elogio de la ociosidad. Edhasa, Barcelona, 1989.
VICTOR HUGO: (1862). Los miserables. Planeta, Madrid, 2012.



http://critica.cl/biografias/p-lafargue-y-el-derecho-a-la-pereza


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