domingo, 9 de abril de 2023

«Todo fue equivocado, pero nada fue inútil»

10.04.2023 Por Carlos Flores Delpino
Carlos Flores Delpino. Cineasta chileno, creador de la Escuela de Cine de Chile en 1994, de la cual fue profesor y director académico hasta 2009. Licenciado en Arte. Con el siguiente testimonio escrito, la sección de Opinión de CIPER da inicio a una serie de columnas con las que, hasta el mes de septiembre, testigos vivenciales del Golpe de Estado de 1973 en Chile recuerdan y reflexionan lo vivido en esos días por ello/as y su círculo cercano. Son reconstrucciones personales, que privilegian la memoria íntima y la descripción de una cotidianidad alterada por sobre el análisis político o el recuento histórico. A cincuenta años del quiebre democrático en el país, CIPER contribuye con esta serie de columnas a darle diversidad y emoción a las voces de nuestra memoria social. Muchas veces he intentado escribir sobre lo que pensé y lo que hice cuando las radios anunciaban el Golpe de Estado de 1973. Pero me canso, me aburro y abandono. Escribir es recordar, pero lo recordado no es algo que se consiga de una vez y para siempre. Tampoco lo ocurrido. Todo se mueve. La memoria es esquiva: se resiste, borra y fantasea recuerdos para protegernos. Mi mañana del 11 de septiembre de 1973 ocurrió más o menos así. Me despertó un timbrazo. Vivía en Santiago, en un departamento en la esquina de Antonia Lope de Bello con Bombero Núñez. Cuando sonaba el timbre, me asomaba a la ventana del segundo piso para ver quién venía. Esa vez era Pablo Perelman, cineasta, amigo, compañero de militancia y vecino. Andaba con una polera color lila, zapatillas y jeans. Miró hacia arriba, me vio, y tan sólo moviendo los labios, sin emitir sonido, me anunció: «… el Golpe, el Golpe…». No recuerdo lo que le contesté. Creo que solo le pregunté qué pensaba hacer. Me respondió que iba a conseguir leche para su hija pequeña y se alejó caminando por Antonia López de Bello. Prendí la radio y escuché los bandos militares. Desperté a mi señora y nos fuimos en mi moto Honda 125 —que me costó hacer partir— hacia nuestra casa de seguridad. Se supone que una casa de seguridad debería ser un lugar distante de cualquier nexo con familia o con amigos, pero en este caso se trataba de la casa de un compañero que militaba conmigo en una base del MIR. La verdad es que era una pésima casa de seguridad, pues rápidamente llegamos ahí todos, la base completa. Cinco militantes reunidos en la casa de otro militante, el mismo día del Golpe: era el peor de los escondites. Uno de los compañeros se había conseguido una pistola pequeñita. Casi un juguete, pero era de verdad. Un revólver calibre 22, de esos a los que llamaban matagatos. La presencia del revólver generó entre los presentes una discusión larga y absurda. La pregunta era si acaso debíamos seguir teniéndolo o, mejor, hacerlo desaparecer. Si allanaban la casa y nos encontraban a los cinco juntos era sospechoso, pero si nos encontraban con un arma, por muy pequeñita que fuera, estábamos perdidos. El compañero que se había conseguido el revólver se negaba a botarlo, alegando que un revolucionario no debía abandonar su arma. Fue una discusión interminable. Finalmente, se decidió esconder muy bien el revólver.
Durante el día nos informamos por la radio del bombardeo a La Moneda y de la muerte de Allende. Apenas se levantó el estado de sitio, cada uno partió hacia dónde podía. Mi esposa y yo nos fuimos a nuestro departamento, acercándonos con prudencia antes de entrar. A continuación intentamos recoger lo que pudiera ser comprometedor, para eliminarlo. Pero nos dimos cuenta de que todo era comprometedor: libros, ejemplares del diario El rebelde, la revista Punto Final, una caja de jeringas, películas, fotos, afiches y cuadros en la muralla. Todo. Optamos por irnos al departamento de una tía y luego a una casa de la familia de mi esposa en la población San Joaquín. El problema era cómo llegar hasta allí sin un salvoconducto. Mireya, una amiga, nos trasladó en su furgoneta, asumiendo todos los riesgos. Unos pocos días después, el MIR emitió un comunicado que tuve que leer con una lupa, pues llegó a mis manos al interior de una caja de fósforos. Decía: «EL MIR NO SE ASILA». Yo no me asilé; lo digo hoy, cincuenta años después, con cierto orgullo, desatado probablemente por los restos de un impulso romántico que todavía persiste en mí. Aunque nada de lo pasado llega completo a la escritura del presente, lo que ocurrió en esos días adquiere ahora formas y contenidos imprevistos y reveladores. Me doy cuenta, por ejemplo, de que bajo dictadura nuestra clandestinidad fue muy imperfecta. Nos encontrábamos en lugares que llamábamos «puntos de contacto» para entregarnos mensajes. Era una actividad demasiado peligrosa para recibir un papel disimulado en un libro o en un diario que, en verdad, contenía mensajes estimulantes, pero con poco fundamento y de escasa utilidad. Intentábamos dar una pelea gigantesca sin recursos, con valor pero también con gran ingenuidad. Cinco décadas más tarde, puedo decir que fracasamos, pero que no fuimos derrotados. La derrota es definitiva, el fracaso permite aprender y corregir. Hoy pienso muy distinto a lo que pensaba mientras viajaba en mi Honda 125 hacia la casa de seguridad, aquel 11 de septiembre de 1973. La épica de entonces se transformó en un rumor, en una atmósfera que día a día se fue marchitando. Pasaron los años y apareció otra épica. Un proyecto político distinto que no podría pensarse sin nuestro fracaso. He terminado este relato. Estoy contento; creo que este es un buen momento para citar la sabiduría del Tao: Lo incompleto será completado lo torcido será enderezado lo vacío será colmado lo viejo será renovado. (*)La frase del título la incluye el autor Jorge Semprún en su libro Autobiografía de Federico Sánchez.

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