Ricardo Ruiz de la Serna |
Cien años después, el genocidio armenio nos sigue impresionando tanto por su dimensión –la cifra de víctimas oscila entre 600.000 y 1.800.000, según los distintos estudios– como por el manto de olvido que lo ha cubierto en Occidente. En 1915 la opinión pública de Europa y los Estados Unidos podía conocer, gracias al testimonio de diplomáticos, misioneros y otras personas sobre el terreno, las atrocidades que el Ejército otomano y ciertas unidades especiales cometían contra los armenios del imperio. Las provincias que históricamente habían acogido a una de las comunidades cristianas más antiguas del mundo eran el escenario de una destrucción sistemática: Van, Erzurum, Mamüretulaziz, Bitlis, Diyarbekir y Sivas. No era la primera vez que se desataba una oleada de violencia contra los cristianos, pero los líderes del Comité Unión y Progreso trataron de asegurarse de que fuese la última. A las detenciones de la élite intelectual armenia de Constantinopla, la noche del 23 al 24 de abril de 1915 (250 personas en las primeras redadas), le siguió el arresto, encierro y asesinato de la mayor parte de los soldados armenios enrolados en el Ejército imperial. Las marchas a pie por los desiertos de Siria acabaron con ancianos, mujeres y niños expuestos a la desnutrición, los elementos y la violencia de los guardianes. No se trataba tanto de llevarlos a un lugar determinado como, más bien, de asegurarse de que jamás llegasen a ninguna parte. La marcha era una forma de ejecución, como el fusilamiento o el enterramiento en vida. Todas ellas las sufrieron los armenios.
En algunos lugares, los cristianos armenios –y junto a ellos otros, como los griegos y los asirios– lucharon y resistieron. Algunos lograron escapar de las masacres. En el Viejo Continente y, sobre todo, en los Estados Unidos los esfuerzos de socorro movilizaron a intelectuales y activistas. El corazón de Occidente era armenio y corría en auxilio de los perseguidos, aterrorizados, exterminados. Ravished Armenia (1919), la primera película sobre el genocidio, se basaba en la historia de una superviviente, Aurora Mardiganian, y fue un éxito de crítica en su estreno. Los comités nacionales y locales, ayudados por las comunidades armenias en la diáspora, trataron de canalizar la ayuda económica que se dirigía a las provincias asoladas por la barbarie.
Sin embargo, al terminar la Gran Guerra y, sobre todo, la Segunda Guerra Mundial, la coyuntura política se fue volviendo cada vez más adversa para los armenios. La República de Turquía sustituyó al Enfermo de Europa. La joven República de Armenia, proclamada en 1918 y finalmente integrada en la URSS en 1920, tras su ocupación por el Ejército Rojo, quedó aprisionada en otro imperio como república socialista soviética. El recuerdo del genocidio sufrió la división del mundo en dos bloques. Sobre el espantoso destino de los armenios cayó un manto de silencio. La narrativa comunista soviética era poco proclive a las reivindicaciones nacionales y menos, como en este caso, cuando la cuestión religiosa –la fe cristiana de los armenios– era una parte central de la memoria del genocidio.
La política internacional hizo el resto. Poco a poco, al olvido por el paso del tiempo se sumó la voluntad de impunidad. La República de Turquía convirtió en parte de su acción diplomática y política la negación del genocidio y el revisionismo histórico. Se trató de argumentar pretextos –por ejemplo, que los armenios pretendían ser una quinta columna de los enemigos del imperio, o que el nacionalismo armenio era una amenaza para la unidad territorial– o de admitir matanzas, pero –aducían– nunca tuvieron el objeto de erradicar toda huella y memoria de la presencia armenia. Parte del precio por tener una buena relación con Turquía pasaba por soslayar esta página de oscuridad insondable en medio de una historia de cinco siglos llena de episodios luminosos. Ankara no podía admitir que el pueblo que acogió a los judíos expulsados de España y que había alumbrado una de las formas más elevadas de la cultura islámica hubiese consentido –ni mucho menos perpetrado– las atrocidades que sufrieron los armenios.
Así seguimos. Frente a la realidad de los testimonios históricos –desde los informes de los oficiales extranjeros que luchaban en el Ejército otomano hasta las actas de los juicios seguidos contra los responsables de las masacres, algunos de los cuales terminaron condenados–, la voluntad genocida forma parte del plan del exterminio de los armenios desde el primer momento; más aún, se remonta al tiempo de las matanzas hamidianas de 1894-1896. Turquía sigue negándose a reconocer que hubo un genocidio y no solo episodios atroces de violencia.
El orgullo nacional y el temor a las reivindicaciones económicas y territoriales inspiran la negativa turca a reconocer lo innegable. Sin embargo, en la propia república, sus mentes más lúcidas admiten en privado un debate que aún es problemático mantener en público. Cada vez son más las autoridades académicas –alguna incluso en Turquía– que reconocen lo que la política niega.
Los grandes pueblos son aquellos capaces de mirar cara a cara a su historia. Es hora de que Turquía afronte lo que sucedió. La diplomacia y las relaciones internacionales no pueden soslayar lo que la razón impone y la historia reconoce. Turquía lleva cien años de retraso en reconocer el genocidio y cien años presionando para evitar que otros lo reconozcan, pero no podrá demorar para siempre su cita con la Historia.
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